La existencia en el abismo en «Del sentimiento trágico de la vida» (II) La contradicción fundamental

III – Contradicción entre razón y fe: el sentimiento trágico de la vida y las tres posibilidades ante él.

En nuestra publicación anterior […..] indicamos que, a la hora de dar cuenta del deseo original y fundamental de permanencia indefinida en la existencia que atraviesa nuestro ser, disponemos de dos herramientas: la razón y la fe. La primera se reveló como trágicamente desesperanzadora a este respecto, dado que, para ella, es racionalmente innegable la finitud de nuestra existencia. Mientras que la fe, en cambio, bajo la forma de una promesa de existencia inmortal post-mortem formulada por un dios personal, ofrece una vía de escape a esa imposibilidad racional.

Parece entonces que la fe es el camino adecuado para satisfacer el deseo de inmortalidad que atraviesa nuestra existencia. Sin embargo, no todo es tan bonito en la fuente de la fe religiosa, pues “no a todos es dado beber de ella.” (Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida…, pág. 115). Y esto porque la fe en Dios tiene un precio: creemos firmemente en la existencia inmortal a fuerza de ahogar la voz de la razón.

saint_augustine_by_philippe_de_champaigne-copiaEn verdad, la única fe que realmente consigue consolarnos es la fe del estúpido (en el sentido no peyorativo de irracional), la fe del carbonero, como la llama don Miguel. Es decir, la fe que está libre de cualquier atisbo de conocimiento racional: el creyente feliz y satisfecho es el creyente estúpido que es incapaz de dudar de su propia fe. Lo que hace Manuel Bueno con sus feligreses es mantenerles en el sueño irracional de la fe impidiendo que piensen, pues pensar es abrir el camino de la duda, de la certeza en la existencia finita; con ello se explica su obsesiva actividad continua y su deseo de mantener a los feligreses continuamente ocupados, creyendo en el sueño eterno de unos pocos años.

Razón y fe se oponen radicalmente por suponer caminos contradictorios: la fe en la inmortalidad es irracional, y la certeza racional de la muerte refuta la fe. Da igual por qué camino optemos en nuestra vida, pues cualquiera de ellos exige ser seguido fielmente, y ello implica la negación absoluta de la posibilidad del otro camino. Dicho de otro modo: frente a nuestro problema, o creemos en Dios con la fe del carbonero, y entonces ahogamos por completo la razón pero nos resignamos en la esperanza del consuelo de nuestro deseo de inmortalidad, o demostramos con la razón absoluta que nos morimos, y entonces calmamos nuestra razón pero nos desesperamos respecto a nuestro deseo primordial.

Y ocurre trágicamente que ni una ni otra pueden ser abandonadas: necesitamos la razón para vivir, pero vivimos siempre desde nuestro deseo, y nuestro querer nos lleva a la fe. En el caso de nuestro problema, intentamos por naturaleza satisfacer nuestro deseo de inmortalidad con la razón, como satisfacemos el resto de necesidades de supervivencia, pero ésta, aunque se levanta sobre ese deseo, lo contradice al demostrar nuestra finitud mortal; igualmente, intentamos creer con todo nuestro corazón, pero necesitamos de la razón para vivir, y entonces ésta ataca la fe, le exige pruebas racionales de lo que promete, y nosotros, para poder seguir consolándonos en la fe con la razón, tenemos que inventarnos pactos entre ambas. Así surgen sistemas intermedios de pensamiento, como la teología racional o el deísmo naturalista, sistemas cuasi-contradictorios que responden en último término a la necesidad de conciliar de algún modo razón y corazón, nuestras dos herramientas principales para existir, en un intento imposible de salvar su contradicción.

ciencia y religio¦ünPero, y esto hay que tenerlo siempre en cuenta, conocimiento racional o razón y fe suponen dos caminos posibles de vivir nuestra vida que no son reductibles el uno al otro, y de los cuales ninguno presenta de entrada superioridad sobre el otro: nada nos dice de antemano que la razón es superior a la fe o al revés, nada nos demuestra que lo racional o lo fiducial sea lo vitalmente verdadero. Somos nosotros mismos los que, desde nuestra vida, elegimos regirnos por la fe o por la razón, igual que escogemos desde nuestra vida una filosofía u otra. En realidad, nuestra vida consciente consiste siempre en pensar lo que sentimos y en sentir lo que pensamos: el corazón funda la razón, y la razón alimenta la vida del corazón.

El problema es que, como hemos visto, ambos caminos, mantenidos con firmeza, desembocan igualmente en una situación que sólo resulta sostenible a costa de sacrificar uno de los dos términos:

“Esa fe de estúpidos carboneros se une a la incredulidad absurda, a la incredulidad sin sombra de incertidumbre, a la incredulidad de los intelectuales atacados de estupidez afectiva.” (Ibíd., pág. 159.) 

La fe del carbonero, que cree en Dios y en la inmortalidad con tal seguridad que anula cualquier atisbo de duda racional, es paralelamente opuesta a la seguridad racional de Epicuro o de Leibniz, los cuales, en su seguimiento rígidamente fiel de la razón, ahogan toda su vida emocional volitiva por lo racionalmente demostrado, principalmente ese deseo angustioso de eterno destino.

[Resultaría interesante, en este punto, la comparación entre la propuesta final de Unamuno de la existencia en el abismo, y la propuesta que Freud presenta quince años más tarde en El porvenir de una ilusión de abandonar paulatinamente el sueño de la religión por el camino racional de la ciencia.]

Y ambas posiciones son, en realidad, difícilmente posibles, pues los seres humanos somos por naturaleza tanto racionales como volitivos, tanto lógicos como cardíacos. Por eso lo normal, incluso lo sano, es que en todos nosotros estén presentes, en mayor o menor medida, razón y fe sin anularse entre sí.

del-sentimiento-tragico-de-la-vida-9788420676098Esto genera una situación angustiosa, pues razón y fe se contradicen en su intento de consolar o satisfacer nuestro deseo de inmortalidad, y esa contradicción es insalvable. Y esta angustia fundamental es la que atraviesa toda nuestra existencia como el sentimiento trágico de la vida:

“Hay algo que, a falta de otro nombre, llamaremos el sentimiento trágico de la vida, que lleva tras de sí una concepción de la vida misma y del universo.” (Ibíd., pág. 89.) 

Lo que Unamuno llama sentimiento trágico de la vida es esa conciencia angustiosa de la contradicción de nuestras dos herramientas vitales principales a la hora de atender al deseo más fuerte y primordial de todos, es el sentimiento de la contradicción insalvable entre nuestro deseo de inmortalidad (del corazón) y nuestra existencia mortal finita (de la razón). Y este sentimiento trágico atraviesa necesariamente nuestra vida, es en cierto modo la estructura de nuestra vida consciente, desde el momento en que ésta se levanta sobre la certeza de la muerte.

¿Qué camino seguimos entonces? ¿Qué podemos pensar finalmente acerca de la muerte? Si muero, ¿qué sentido tiene mi vida finita, si mi esencia es el conatus, es decir tendencia a perseverar indefinidamente en el ser? Y si no muero, si me resigno a creer lo que me dicta la fe, ¿cómo vivir atendiendo a lo que nos dice la razón, si ésta refuta justamente a la fe?

Parece que tenemos entonces dos posibilidades cruciales:

“a) o sé que me muero del todo, y entonces la desesperación irremediable, o b) sé que no me muero del todo, y entonces la resignación”. (Ibíd., págs. 99-100.) 

Es decir, o me guío más por la razón, y entonces vivo una vida desesperada por tener como imposible mi existencia eterna, o me guío más por la fe, y entonces me resigno a una esperanza irracional en la otra vida. Tenemos un problema: ambas nos resultan en algún sentido inaceptables, pues con la primera ahogamos nuestra vida volitiva, y con la segunda ahogamos nuestra razón.

Por eso, frente a estas dos posibilidades, Unamuno va a proponernos un tercer camino, consistente en mantener razón y fe en una continua lucha que nos permita vivir atendiendo a ambas a la vez sin sacrificar ninguna.

“Razón y fe son dos enemigos que no pueden sostenerse el uno sin el otro. Lo irracional pide ser racionalizado, y la razón sólo puede operar sobre lo irracional. Tienen que apoyarse el uno en otro y asociarse. Pero asociarse en lucha, ya que la lucha es un modo de asociación.” (Ibíd., pág. 152.)

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