“Hay fronteras, que no están trazadas de forma artificial, dentro de las cuales los hombres son inviolables. Estas fronteras están definidas en términos de normas tan ampliamente aceptadas, y desde hace tanto tiempo, que su observancia entra dentro de la concepción misma de lo que es ser un ser humano normal y, por tanto, definen también lo que es actuar de forma inhumana o patológica. (…) Tales normas se violan cuando se declara a un hombre culpable sin haber sido juzgado o cuando se le castiga mediante una ley retroactiva; cuando se ordena a los niños que denuncien a sus padres, a los amigos a que se traicionen entre sí o a los soldados que cometan salvajadas; cuando se asesina o se tortura a las personas o cuando se masacra a una minoría porque irrita a la mayoría o al tirano. Tales actos, aunque sean legales según el soberano, causan horror hoy en día, y este horror emana del reconocimiento de la validez moral –al margen de las leyes– de determinadas barreras absolutas frente a la imposición de la voluntad de un hombre sobre otro.” (Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad y otros escritos, págs. 105-106. El subrayado es nuestro)
En este texto de Berlin se explicita lo que Arendt mantiene implícito a lo largo de toda la obra: existen determinadas fronteras morales que no pueden nunca ser violadas por la conducta de un agente sin ser ipso facto considerado éste culpable por ello. Dichas fronteras son inviolables en tanto que delimitan con claridad dónde nace lo propiamente humano y dónde empieza el ‹‹animal hombre››. Si, tal y como afirmaba Aristóteles, lo maravilloso del hombre es que puede comportarse como una bestia o como un dios, según esta idea de fronteras morales inquebrantables la supresión de esas barreras es lo que distingue a un hombre de una bestia.
La alusión a este texto de Berlin es significativa para la conclusión de nuestra reflexión acerca de la obra de Arendt en la medida en que en el ‹‹Epílogo›› de su obra Arendt afirma explícitamente que Eichmann debía ser condenado a muerte en la medida en que ningún otro ser humano podía desear compartir la tierra con él. Para afirmar tal cosa se basaba, comprensiblemente, en el hecho de que sus actos habían violado esas fronteras morales como nunca antes habían sido violadas en la historia.
“Del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación –como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo–, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Ésta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado.” (Arendt, Eichmann en Jerusalén, pág. 406.)
Esto es lo que le permite a Arendt, como hemos señalado, considerar a Eichmann como culpable más allá de cualquier código penal existente que tipificase la matanza administrativa como un crimen. Para Arendt, Eichmann debía ser juzgado, era un imperativo de la misma especie humana el que alguien como Eichmann, capaz de cometer ese tipo de actos, no pudiese compartir una sociedad intersubjetiva con otros individuos normales.
Ahora bien, más allá de la validez jurídica y política que este principio pueda presentar, resulta crucial, dentro del contexto de la argumentación de Arendt, establecer un planteamiento adecuado que legitime remitir a este tipo de fronteras morales inquebrantables a la hora de condenar a un criminal cuyo crimen no está tipificado por las leyes vigentes; o, cuanto menos, sería exigible por parte de aquél que va a ser condenado a muerte el que la persona que lo condena explicite claramente cuáles son los motivos por los cuales va a ser juzgado como tal, y no, por el contrario, que construya todo un entramado jurídico cuasificticio con el que se intenta justificar algo de lo que no se está hablando explícitamente, pero que está funcionado subrepticiamente en todo el discurso.
Es a esta deficiencia argumentativa a la que remitíamos cuando planteamos el problema de delimitar desde qué principio consideraba Arendt a la sociedad nazi como criminal en sus propias bases [La (in)suficiencia de la defensa de Eichmann: los ‹‹actos de Estado›› y La raison d´Etat y las órdenes superiores]. En este sentido, es preferible la reformulación que Arendt realiza en el ‹‹Epílogo›› de la sentencia del tribunal de Jerusalén a la sentencia original. Pues la primera, reconociendo la insuficiencia técnica de los ordenamientos jurídicos vigentes a la hora de juzgar el crimen cometido por Eichmann, remite al único motivo principal de base por el cual Eichmann debía ser condenado a muerte: el único motivo por el que la condena a muerte de Eichmann fue justa es porque ningún ser humano podía desear compartir la tierra con él a partir de sus actos.
Si recordamos que Arendt sostiene, en carta a Scholem, que la condena a muerte de Eichmann fue política y jurídicamente correcta, a pesar de que jurídicamente no podía ser acusado como culpable por no haber violado ninguna ley establecida en ningún ordenamiento jurídico en vigor en el momento de celebrarse el juicio de Jerusalén, sólo cabe pensar, con razón, que la postura de Arendt persigue el ideal de la identificación entre justicia legal y justicia moral al que aludimos en nuestra «Introducción» [Eichmann en Jerusalén]. De modo que, respecto a aquellos crímenes morales que realizan su primera aparición en la historia cuando todavía no están tipificados en ningún código penal, es posible aún celebrar un juicio en el que los agentes de esos crímenes morales sean juzgados con justicia como culpables no en base al ordenamiento jurídico en vigor, sino en base a los principios morales que éste debería reflejar en el mejor de los casos (es a lo que remite Arendt cuando afirma que los jueces de estos procesos juzgaron teniendo en cuenta únicamente la monstruosidad de los actos cometidos por los acusados, y no los sistemas jurídicos vigentes que, de hecho, legitimaban esos procesos judiciales).
El problema es que el planteamiento de esta cuestión que Arendt realiza en este libro no sólo carece de una postulación explícita de este principio teórico, sino que en gran parte lo encubre con los análisis realizados en orden a mostrar la insuficiencia técnica de los sistemas jurídicos con los que Eichmann fue o podría haber sido juzgado.
Aquí es donde surge el problema central de todo el texto de Arendt, que trasciende la cuestión concreta de Eichmann y afecta a la misma concepción de la política que entiende que el ideal de la justicia legal es aquélla que se identifica completamente con la justicia moral. Este problema cristaliza en la pregunta moral crítica por antonomasia: ¿quién establece cuál es esa justicia moral? Pues es a partir del planteamiento de esta pregunta genealógica como el planteamiento de Arendt, en un principio universalista, se va a revelar, finalmente, como un planteamiento reduccionista de las nociones de moralidad, racionalidad y humanidad, sobre todo de esa humanidad que no desearía compartir la tierra con Eichmann.
En el texto de Berlin que hemos citado el autor habla de las fronteras morales desde una postura que podríamos denominar cuasifundamentalista. Eso implica que éstas no vienen determinadas de un modo universal, sino que es la propia dinámica social y cultural, la propia forma de vida de los juegos sociales de lenguaje, la que establece qué es lo normal y qué es lo moralmente inaceptable; en este sentido afirma que la tortura o la traición entre amigos son cosas que horrorizan ‹‹hoy día››, mientras que en otras épocas, en las que estos actos eran estadísticamente normales, no podían ser considerados como violaciones de fronteras morales. Por eso, para Berlin la respuesta a la pregunta genealógica ‹‹¿quién considera estos actos como inmorales?›› es: la misma dinámica de cada grupo social en cada momento de la historia, y no la humanidad de un modo atemporal.
Arendt, en cambio, responde a esta pregunta aludiendo a toda la humanidad, pues es toda la humanidad la que no desearía compartir la tierra con Eichmann; lo cual no deja de ser paradójico, pues es la propia Arendt la que, en representación de toda la humanidad, es capaz de reconocer quién debe y no debe habitar el mundo. Lo que, bien entendido, significa que ella misma se cree capaz de hacer justamente aquello cuyo derecho le niega a la sociedad nazi su propia reformulación de la condena de Eichmann.
Esto la coloca en una situación muy difícil a la hora de justificar la moralidad de esa ‹‹humanidad››. Pues, si de facto se comprobase que los actos de Eichmann son un caso aislado y excepcional de mal que es reconocido por todos unánimemente como violencia contra la humanidad, entonces sería legítimo hablar en estos términos; pero, de hecho, hubo una parte sustancial de esa humanidad total que sí deseó compartir la tierra con Eichmann: toda la sociedad nazi deseó compartir la tierra con Eichmann porque funcionaba según los mismos principios que éste siguió cuando cometió sus actos criminales. Es más, tras la sociedad nazi, y tras el juicio de Eichmann, todavía existen muchos individuos que desearían vivir en una sociedad dominada por personas como Eichmann; la presencia insistente de tendencias radicales xenófobas en el mundo civilizado occidental es un síntoma casi molesto de hasta qué punto resulta difícil rechazar el nazismo apelando a la humanidad en general, así como de hasta qué punto el fenómeno nazi nos seguirá resultando incomprensible en sus mismas raíces humanas si lo seguimos considerando como una desviación de la «normalidad» de la especie humana.
Si atendemos a lo indicado en nuestra exposición, la respuesta de Arendt a este hecho remitiría a la irreflexividad por parte de todos estos sujetos. De modo que la humanidad (esa humanidad que no querría compartir la tierra con Eichmann) quedaría definida en los términos kantianos «racionalidad»: cualquier agente libre racional capaz de juicio reflexivo sería capaz de comprender que los actos de Eichmann suponen un crimen contra la misma humanidad. Este planteamiento es posible en la medida en que se vincula la reflexividad con la moral, el «buen juicio» con el bien (sin que esto suponga, aparentemente, una contradicción), y, por su parte, el mal moral, no con el error o la ignorancia, como hacía Aristóteles, sino con la irreflexividad, que, como señala Arendt, no debe ser confundida con la estupidez, y que puede funcionar perfectamente a partir del conocimiento más detenido de los hechos. La siguiente tesis resumiría la posición kantiana de Arendt, que da sentido a la reformulación de la sentencia del proceso de Jerusalén: los miembros de la especie humana son aquellos agentes racionales que son capaces de reconocer en el ejercicio de su juicio reflexivo el valor moral de las acciones que llevan a cabo y deliberar en consecuencia acerca de su conducta, de manera que un ser humano nunca actuaría como Eichmann ni desearía compartir la tierra con un agente irreflexivo tal que pudiera introducir en ella un mal extremo por culpa de su irreflexividad.
Sin embargo, es necesario reconocer que esta conclusión no puede de ningún modo suponer una respuesta al problema del que hemos partido, es decir, a la pregunta acerca de quién es el que establece la moralidad por la cual Eichmann debía ser juzgado y quién es el que define la humanidad que no desearía compartir la tierra con él. En efecto, apelar a la racionalidad como el criterio definitorio de ambas respuestas es, en el fondo, un modo de desplazar de nuevo la pregunta a un estadio genealógicamente anterior: ¿quién es el que define la racionalidad? Y, todavía más preocupante y difícil de resolver: ¿puede considerarse a la racionalidad un hecho bruto dado al pensamiento? Lo que para Arendt supondría una respuesta al problema es en realidad un desplazamiento que implica una profundización en él, y que hace todavía más ilegítimo el hecho de que en la afirmación de Arendt de que Eichmann debía ser condenado a muerte para defender la Justicia no se apele explícitamente a los principios morales por los que debía llevarse a cabo tal condena.
Podríamos concebir la consideración de un cierto tipo de bien moral como el criterio definitorio de la racionalidad, de tal modo que el hecho de mantener ciertas consideraciones y juicios morales es un síntoma de poseer racionalidad (o, en su caso, «buena», y no torcida, racionalidad); mientras que no mantener esas consideraciones, ya sea por mantener unas opuestas o por no mantener ninguna en general por irreflexividad, es un síntoma de, al menos, carencia de conducta racional. De este modo podríamos afirmar: la humanidad que no desea compartir la tierra con Eichmann es la humanidad racional que es capaz de reconocer un mal extremo en sus actos.
El problema es que este tipo de argumentación es, de hecho, tan violenta y excluyente como la argumentación, basada en la dialéctica bélica amigo-enemigo de Schmitt, en base a la que los nazis fueron capaces de considerar a los judíos como un resto ontológico desechable que no pertenecía a la verdadera humanidad y, por tanto, que debía ser expulsado del ser. En efecto, delimitar lo que es racional desde un cierto ejercicio de la razón implica negar de entrada y por principio la consideración de racional o de racionalidad a cualquier otro tipo de producto humano que pudiera, en principio, ser considerado como racional. Esto es lo que hace posible negar radicalmente la posibilidad de que un ser racional y reflexivo lleve a cabo los actos cometidos por Eichmann.
Otra posible argumentación para establecer los límites de la humanidad es aquélla que Arendt rechaza de entrada, y a la que acabamos de hacer alusión: un ser humano es aquél que no puede tener una voluntad de hacer el mal, que quiere siempre el bien y nunca el mal. Parece que este tipo de argumentación es el que se siguió al principio del proceso de Jerusalén cuando se presentó a Eichmann como un monstruo en la medida en que habría querido matar voluntariamente a los judíos. Arendt rechaza este planteamiento por vincular el mal con la irreflexividad, con lo que resultaría contradictoria una racionalidad que persigue el mal a pesar de haberlo reconocido como tal.
Resulta sumamente interesante hacer aquí una breve alusión al planteamiento que Nietzsche realiza en La genealogía de la Moral acerca de la voluntad de hacer el mal por el placer que se deriva de él (la lógica que entiende el ver-sufrir y el hacer-sufrir como actividades placenteras). Pues este planteamiento sería un modo filosófico (racional) de sostener la posibilidad de que un ser racional, a pesar de haber reconocido que su acto supone un mal moral, sea capaz, con todo, de llevarlo a cabo. Lo cual no muestra otra cosa que la necesidad de ampliar el concepto de racionalidad mantenido por Arendt en este texto para poder incluir este tipo de fenomenalizaciones de la razón.
Dicha ampliación, no obstante, volvería a abrir el problema del que partimos: si aceptamos que es posible actuar mal racionalmente, ¿cómo podemos definir el bien desde el que reconocemos la necesidad de condenar a muerte a un sujeto de actos como los cometidos por Eichmann?
Todas las cuestiones vuelven al mismo punto: la delimitación explícita de los presupuestos, morales o no, desde los cuales Arendt es capaz de afirmar que, más allá de las insuficiencias jurídicas de nuestros sistemas jurídicos actuales, la condena a muerte de Eichmann fue política y jurídicamente correcta. Arendt fue lo suficientemente sincera como para reconocer que el único motivo por el cual Eichmann debía ser condenado a muerte era que ningún miembro de la especie humana podría desear compartir la tierra con él; sin embargo, no fue tan sincera a la hora de indicar los motivos por los cuales pensaba esto, ni el criterio según el cual establecía los límites de la humanidad, límites que dejaban al margen seres, al parecer no humanos, como los nazis en su conjunto. Es a esta insuficiencia de la argumentación de Arendt a la que remitíamos anteriormente al señalar que los argumentos morales por los que Eichmann fue condenado a muerte deberían haber sido, cuanto menos, sacados a la luz en el mismo juicio de Jerusalén desde el momento en el que jurídicamente era imposible juzgarle como criminal.
Para poder establecer una discusión acerca de la legitimidad del proceso de Jerusalén y de la validez del análisis de éste que realiza Arendt (lo cual, según la propia Arendt, es el objetivo principal de su libro) es preciso delimitar con claridad cuál es el horizonte semántico en el que ambos se dan y sobre qué fundamentos se levanta ese horizonte; dicho de otro modo, es preciso delimitar en qué juego de lenguaje se mueve el discurso que analiza la legitimidad del proceso de Jerusalén y la justicia o injusticia de su condena a muerte. Y esto es justamente lo que Arendt no realiza en ningún momento. A partir de sus argumentos, como hemos intentado mostrar, sólo cabe considerar que el análisis de Arendt es coherente en sus afirmaciones si tras los argumentos jurídicos manejamos unos principios morales que habrían sido violados por Eichmann; pero este hecho debería haber obligado a Arendt, en aras de la sinceridad filosófica, a explicitar esos mismos principios; no, por supuesto, con el objetivo de demostrarlos, lo cual parece imposible, sino con el fin de delimitar con precisión sobre qué categorías lógicas se levanta todo su planteamiento.