En el «Post Scriptum» del libro Eichmann en Jerusalén que estamos analizando en estas publicaciones (Introducción: ‹‹Eichmann en Jerusalén›› y Los campos de aplicación de lo moral y lo jurídico), Arendt analiza en detalle dos conceptos jurídicos que podían haber sido manejados por la defensa de Eichmann para exculparle, con el objetivo de mostrar que ambos conceptos son jurídicamente insuficientes. Se trata, de nuevo, del proyecto de analizar la culpabilidad o inocencia de Eichmann en un nivel puramente jurídico, que no trascienda los límites de lo que puede o no puede utilizarse en un juicio para alcanzar las valoraciones morales.
“En cuanto se me alcanza, la jurisprudencia tan sólo dispone de dos conceptos para enfrentarse con todas las cuestiones anteriormente referidas, y ambos son conceptos, en mi opinión, insuficientes para la finalidad a que están destinados. Se trata de los conceptos de ‹‹acto de Estado›› y acto en obediencia de ‹‹órdenes superiores››.” (Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, pág. 421)
Ambos conceptos están, por tanto, dirigidos a exculpar de un delito al agente del que se le acusa si se comprueba suficientemente que dicho agente se encontraba en la condición de cumplir órdenes de superiores o de realizar actos de Estado. La insuficiencia a la que se refiere Arendt es justamente la insuficiencia jurídica de unos conceptos cuya apelación permitirían de hecho la exculpación de criminales como Eichmann. Lo que implica, a juicio de Arendt, que tales conceptos deben ser revisados, junto a todo el sistema jurídico vigente, para que puedan dar cuenta de un modo justo del nuevo tipo de crimen surgido en la alemana nazi. Pues lo que resulta inadmisible es que tales conceptos permitan exculpar a criminales de la talla de Eichmann.
Ahora bien, es fácil comprobar que la revisión que Arendt propone es formulada y defendida desde un nivel lógicamente anterior al de la jurisprudencia técnica. Ya que, obviamente, no es la propia jurisprudencia la que reconoce su misma insuficiencia. La lógica argumentativa señala en este tipo de casos que los límites de sentido y aplicación de un juego argumentativo se reconocen sólo desde fuera de ese juego. En el caso que nos ocupa, es desde el campo de la moral desde el que Arendt reconoce la insuficiencia de tales conceptos jurídicos. La clave de ello se encuentra en que el reconocimiento de tal insuficiencia procede de comprender que, de aplicarse, Eichmann quedaría exculpado. Lo cual, moralmente juzgado, es inaceptable, aunque jurídicamente sea correcto.
Se trata, por tanto, de la misma confusión por parte de Arendt de niveles argumentativos y de juicio diferentes que venimos planteando desde la primera entrada de esta publicación. Allí ya adelantamos que, en caso de aplicarse correctamente los argumentos jurídicos formulados por Arendt, Eichmann no sólo no podría haber sido juzgado en Israel, sino que debería reconocerse su inocencia absoluta. La oposición moral de Arendt a esta consecuencia de la jurisprudencia técnica es la que le lleva a plantear la supuesta insuficiencia de los dos conceptos planteados por la defensa de Eichmann para exculparle. Pero, como acabamos de señalar, al hacer esto Arendt viola los límites de validez que ella misma marca y, con ello, pone en peligro su propia argumentación.
“La teoría de los actos de Estado se basa en la consideración de que ningún Estado soberano puede ser juzgado por otro Estado, porque par in parem non habet jurisdictionem.” (Ibíd., págs. 421-422)
El problema teórico que implica la anulación de la aplicación del primero de los dos conceptos jurídicos que podía haber manejado la defensa de Eichmann para exculparle ya había sido en realidad señalado por Arendt en lo que respecta al arresto de Eichmann en Argentina por policías israelitas. En efecto, según este principio los encargados de arrestar a Eichmann deberían haber sido los propios policías argentinos, y no policías israelitas, ya que estos carecen de autoridad fuera de los límites estatales del gobierno que se la aporta. El mismo concepto es el que implica que un criminal detenido en un país diferente a aquél en el que cometió su delito no pueda ser juzgado en él, sino en el mismo país cuyo código civil ha infringido.
Actualmente este conflicto jurisdiccional se encuentra resuelto en la medida en que las relaciones internacionales entre los diferentes países del mundo pueden llegar a establecer acuerdos de colaboración policial que permitan la actuación de policías extranjeros en colaboración con policías nacionales a la hora de arrestar a un delincuente, especialmente si su delito se considera lo suficientemente grave como para que deba ser arrestado por todos los medios posibles. Igualmente, tras el arresto de Eichmann, los gobiernos de Israel y Argentina establecieron un acuerdo en el que Argentina reconocía que no debía defender internacionalmente a Eichmann en calidad de ciudadano argentino en la medida en que, de hecho, no lo era al haberse registrado en ese país con una identidad falsa. Para Arendt es este carácter de apátrida de Eichmann, derivado de las actuaciones relativas a su persona por parte de los gobiernos de Argentina y Alemania occidental, lo que otorgaba legitimidad a su arresto: al haber sido oficialmente «abandonado» por parte del gobierno de Alemania occidental, y no ser tampoco ciudadano legal de Argentina, su detención era, según Arendt, técnicamente posible en cualquier lugar del mundo. Es por ello que para Arendt esta cuestión no supone un conflicto en lo relativo al caso Eichmann.
Ciertamente, el carácter de apátrida o de «gubernamentalmente abandonado» dejaba expuesto a Eichmann ante cualquier jurisprudencia gubernamental. Estrictamente hablando, Eichmann estaba completamente desprotegido: carecía de la protección que los gobiernos ofrecen a sus ciudadanos a cambio del cumplimiento de la ley, y, por lo tanto, estaba expuesto a ser vilipendiado, maltratado, perseguido o incluso asesinado sin riesgo para sus captores, ya que ningún código penal estaba obligado a defenderlo. Formulado en términos clásicos, su situación de apátrida expulsaba a Eichmann del ‹‹estado civil›› y lo devolvía al ‹‹estado de naturaleza›› previo y externo a toda sociedad. Pero, considerando la situación igualmente en sentido estricto, esa situación ‹‹externa a toda ley›› en la que se encontraba Eichmann también es aplicable a la inversa: ser externo a cualquier gobierno civil implica, no sólo quedar desprotegido, esto es, no disfrutar de las ventajas de encontrarse bajo el amparo de un «leviatán» gubernamental, sino, además, desde la perspectiva inversa, encontrarse más allá de los límites de actuación de cualesquiera herramientas de control gubernamental, en la medida en que todo gobierno posee solamente autoridad dentro de sus propias fronteras legales. Este hecho, considerado en todas sus consecuencias, habría hecho imposible una detención ‹‹legal›› de Eichmann. Podría haber sido golpeado, arrastrado, incluso asesinado, pero nunca detenido para ser llevado ante la ley al no encontrarse él mismo bajo el amparo de ninguna.
Este aspecto de la detención de Eichmann es pasado por alto en la argumentación de Arendt, a pesar de su grave importancia. Lo que sí presenta un problema teórico mayor para ella es la legitimidad del gobierno israelí para juzgar a un criminal cuyos actos delictivos se cometieron bajo el marco legal de otro país; el cual, por añadidura, ya no existía en el momento de celebrarse el juicio, imposibilitando por ello que Eichmann pudiera ser juzgado en ese país dentro de los mismos límites legales que él presuntamente infringió.
Para Arendt, el gobierno israelí se encontraba totalmente en una posición de legitimidad a la hora de realizar este proceso jurídico por tres motivos. En primer lugar, como acabamos de indicar, para Arendt el hecho de que Eichmann fuera oficialmente un apátrida en el momento de juzgarle fue una ventaja para el gobierno de Israel, pues implicaba que para condenarle a muerte no requería tener en cuenta jurisdicción externa alguna ni defensa internacional del acusado por parte de ningún otro país.
Sin embargo, este motivo no parece en el fondo suficiente para legitimar el proceso de Jerusalén si atendemos al hecho de que, al no pertenecer oficialmente a ninguno, Eichmann podría haber sido juzgado en cualquier país del mundo en el que los actos cometidos por él durante el Holocausto estuvieran efectivamente tipificados como delitos, dejando así sin efecto las posibles ventajas o inconvenientes que podrían derivarse para tal juicio de su abandono gubernamental. Pues en ese caso sí existiría un código civil infringido y, en consecuencia, habría posibilidad de aplicar el código penal correspondiente. Desde este punto de vista, la alusión al carácter de apátrida de Eichmann, más que solventar la pregunta acerca de la legitimidad del tribunal israelí, nos dirige de nuevo al problema principal de nuestra argumentación.
En segundo lugar, según Arendt el tribunal de Israel tenía legitimidad a la hora de juzgar a Eichmann desde el momento en el que la acusación delimitó el crimen como un crimen cometido, no contra la humanidad, sino contra el pueblo judío:
“‹‹El Estado de Israel fue establecido como el Estado de los judíos, y como tal ha sido reconocido››, por lo que tenía competencia de jurisdicción sobre todo delito cometido contra el pueblo judío.” (Ibíd., pág. 417)
Esta tesis sería válida en el caso de que en la jurisprudencia de todos los países del mundo hubiese reservado un apartado legal específico por el cual los crímenes cometidos por y contra judíos no debieran ser juzgados en esos países, sino en Israel, por cuanto Israel es reconocido internacionalmente como el país de los judíos (se entiende: de todos los judíos del mundo) y, como tal, es el único que tiene derecho a juzgar acerca de ellos.
Los absurdos legales y jurídicos que se seguirían de esta tesis hacen imposible creer que una pensadora de la talla de Arendt crea firmemente en su validez. En efecto, del mismo modo que Israel es el pueblo de los judíos, España es el país de los españoles, es decir de los sujetos que oficialmente pertenecen al Estado español, por lo que ningún español que se encontrase fuera de España y cometiera un delito que no está tipificado por el Código Penal español, pero sí por el del país en el que se encontrase, podría ser juzgado y condenado en él. Por su parte, resulta igualmente absurdo en términos legales y jurídicos reconocer que la jurisdicción de un país se establece, no en términos jurídicos, sino religiosos: en la medida en que ser judío no es una condición legal, sino religiosa, no puede establecerse ninguna jurisdicción sobre los agentes judíos con base en ella. Finalmente, esta afirmación adolece del mismo problema general que presentaba el proceso de Jerusalén, pues, aunque jurídicamente el pueblo de Israel hubiera sido reconocido como el pueblo de los judíos de todo el mundo y, en esa medida, tuviera jurisdicción legalmente sobre todos ellos, se encontrasen en el país en el que se encontraran, con todo sería necesario que el delito cometido contra el pueblo judío por el cual el acusado debería ser juzgado en Israel estuviera tipificado como tal en el Código Penal israelí, lo cual no ocurría en el caso de los actos administrativos llevados a cabo por Eichmann.
La tercera razón aportada por Arendt para invalidar la apelación a la teoría de los ‹‹actos de Estado›› remite al hecho significativo de que, de ser ésta válida, “ni siquiera a Hitler, la única persona que fue plenamente responsable en sentido estricto, podía pedírsele cuentas, lo cual hubiera sido contrario al más elemental sentido de la justicia” (Ibíd., pág. 422). Esta aparente reducción al absurdo de dicha apelación se hizo ya patente en los juicios de Nüremberg, en la medida en que los allí acusados desplazaron su responsabilidad criminal a la figura del Führer, origen y fuente de legalidad del régimen nazi y, como tal, único responsable ‹‹en sentido estricto›› de todo el sistema legal y administrativo que hizo posible la Solución Final. Las indicaciones históricas aportadas por Arendt en el libro en relación a las decisiones que Himmler llevó a cabo en los últimos momentos de la guerra muestran que esta táctica fue diseñada con el objetivo de hacer factible una posible reconciliación entre Alemania y los países aliados que le aportase a la primera el tiempo suficiente para recuperarse y reemprender de nuevo su proyecto. Ahora bien, de aceptarse legalmente tal desplazamiento de la responsabilidad criminal los juicios de Nuremberg sólo habrían podido incriminar a sus acusados encontrando en ellos el origen de algunos de los actos por los que se les acusaba. Lo cual, en realidad, no fue posible debido a la mayor dificultad jurídica que tuvieron que enfrentar todos los juicios relativos a autoridades del partido nazi:
“Es innegable que los delitos se cometieron en el marco de un ordenamiento jurídico ‹‹legal››. Esto último fue su más destacada característica.” (Ibíd., pág. 422)
Entonces, ¿cómo invalidar la apelación a los ‹‹actos de Estado››? En Nüremberg este hecho fue solventado acuñando el nuevo concepto jurídico de ‹‹crímenes contra la humanidad››, lo cual hacía posible el ajusticiamiento de cualquier agente humano, procediese éste del país que procediese, desde el momento en que estaba implicado, de un modo u otro, en un delito contra la humanidad. Sin embargo, el uso en Nüremberg de este concepto jurídico fue técnicamente incorrecto, por cuanto sólo un tribunal metaestatal con jurisdicción sobre toda la humanidad, y apoyado en un Código Penal universal válido para todos los seres humanos del mundo, podría juzgar a un criminal por un crimen contra la humanidad, mientras que el tribunal de Nüremberg fue establecido meramente como un tribunal de guerra internacional en el que, en el fondo, participaban únicamente los países aliados, sin tener apenas en consideración, en esa internacionalidad del tribunal, los derechos civiles internacionales de los acusados.
Este hecho revela, por su parte, en qué medida la afirmación de Arendt, que le sirve para concebir este concepto de ‹‹actos de Estado›› como jurídicamente insuficiente por permitir la exculpación del propio Hitler, es, en el fondo, una pseudo reducción al absurdo: el hecho de que técnicamente, sirviéndose de los sistemas judiciales en vigor en ese momento, no pudiera juzgarse por el Holocausto ni siquiera al propio Hitler, máximo responsable, como los propios acusados de Nüremberg reconocieron, de todo el sistema legal del Tercer Reich y de sus consecuencias prácticas, no implica per se la necesidad de juzgarle de todas formas con esos sistemas a pesar de haberlos reconocido como insuficientes. Dicho de otro modo: reconocer que un elemento del sistema jurídico vigente permitiría la exculpación del propio Hitler no conlleva técnicamente, según ese mismo sistema jurídico, la invalidez de ese elemento. Tampoco resulta suficiente apelar al «sentido más elemental de justicia» en este contexto, ya que la justicia en base a la cual Hitler debería ser condenado es siempre en sentido técnico la justicia legal, que es justamente la justicia que resulta técnicamente insuficiente para juzgarle como culpable, y no la justicia moral, la cual debía quedar fuera del contexto de los juicios de Nüremberg. Por lo que, en sentido estricto, de hecho ni siquiera Hitler podría haber sido juzgado por el Holocausto, ni en la Alemania nazi, nie en Nüremberg, ni en Jerusalén.
En este punto la conocida frase de Goebbels acerca del sentido histórico del régimen nazi tiene una validez plenamente trágica: si los nazis serían recordados por la historia ‹‹como el máximo legado de todos los tiempos o como los criminales más terribles que el mundo haya conocido›› dependiendo del resultado de la guerra, entonces el Holocausto sólo puede ser considerado como el mayor delito cometido en la historia contra la humanidad porque Alemania no ganó la guerra, esto es, porque no se impusieron sobre la humanidad los principios jurídicos y legales, por no hablar de los morales, que mantenía el Tercer Reich en lo que respecta a la legitimidad o ilegitimidad de exterminar a la raza judía.
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