La teoría psicoanalítica acerca del aparato anímico del ser humano encuentra su base y la fuente de todo su desarrollo en la afirmación de que los flujos subjetivos se definen principalmente por su carácter pulsional: la subjetividad es, esencialmente, pura tensión desiderativa, pulsiones de deseo concentradas en el centro de la subjetividad naciente y empujadas hacia el exterior en su búsqueda de la satisfacción de la necesidad que origina esas pulsiones. El sujeto, en su núcleo, en el centro de su ser-sujeto, es puro deseo, «yección» al exterior bajo la forma de una pulsión desiderativa. Todas las demás transformaciones y complicaciones que experimente esta subjetividad fundamental en la maduración biográfica de los sujetos encontrarán su explicación en este carácter intencionalmente desiderativo de los flujos psíquicos[1].
Este concepto de pulsión (Trieb, traducido por Luis López-Ballesteros y de Torres como «instinto»), en el sentido en el que lo utiliza el psicoanálisis, es completamente novedoso respecto a la psicología anterior y contemporánea a él, y, por ello mismo, no está libre de grandes problemas y ambigüedades. Ya el concepto en sí posee su propia historia interna dentro de la formación teórica de la doctrina psicoanalítica (como, en general, prácticamente todos los conceptos propios de esta doctrina), de tal manera que su comprensión experimentó continuas modificaciones conforme avanzaban las investigaciones clínicas. No obstante, la marca general que siempre mantuvo la pulsión fue la de elemento psicológico básico o simple, que, ya fuera propio del sistema anímico, o representante de un estímulo fisiológico o entidad corporal, suponía el contenido de los fenómenos psíquicos, su materia, y que incorporaba ese carácter desiderativo que le hacía estar «yecto», moverse.
En este sentido, un acercamiento teórico al sistema especulativo del psicoanálisis que nos permita conocer la explicación que éste lleva a cabo acerca del funcionamiento del aparato anímico pasa necesariamente por la descripción, lo suficientemente detallada y desarrollada, del proceso según el cual ese fondo de deseo, ese cúmulo de pulsiones con carácter desiderativamente motriz, se despliega en el proceso de maduración del sujeto. En concreto, para poder entender por qué motivo es necesario, llegado el momento, complementar el reinado totalitario del principio del placer con las indicaciones del principio de la realidad, es necesario describir adecuadamente el proceso genético que experimentan las pulsiones que configuran originariamente la subjetividad del bebé recién nacido.
Necesitamos, por este motivo, comprender la naturaleza que el psicoanálisis describe de un sujeto que es esencialmente puro deseo o pulsión inconsciente, qué características presenta un sujeto de esta naturaleza, y cómo ese cúmulo de pulsiones motrices se desenvuelve y alcanza el momento de complementación del principio del placer con el principio de la realidad por el que nos estamos preguntando.
- – La hipótesis topográfica y la hipótesis institucional.
Para llevar a cabo este proyecto de historia genética de la subjetividad, tal y como es formulada por el psicoanálisis, partiremos en primer lugar de lo que podemos denominar la hipótesis topográfica, que divide la subjetividad en dos regiones claramente diferenciadas por su concepto pero confundidas y mezcladas fenoménicamente: la región de la conciencia, a la que tenemos un acceso directo por reflexión y observación, y la región de lo inconsciente, cuya existencia es siempre presupuesta a modo de hipótesis explicativa por el psicoanálisis en la medida en que todo acceso a ella es un acceso necesaria y metódicamente indirecto a través de sus efectos conscientes.
Esta hipótesis topográfica incorpora desde el primer momento una consideración genética del aparato anímico. En efecto, para Freud lo inconsciente, la región oscura y desconocida de nuestra psique, contiene en realidad el germen de nuestra subjetividad, supone la primera instancia de nuestra psique. Ésta será la que dará lugar, más tarde, de modo paulatino y como resultado de la necesidad de atender a la realidad, a la región de la conciencia.
Dicha conciencia supone, por tanto, un producto biográfico de lo inconsciente, un resultado o derivado de la confluencia de dos principios dinámicos activos: la fuerza de lo inconsciente y la resistencia de lo otro real. En este sentido, distinguir topográficamente entre la región de lo inconsciente y la región de la conciencia supone ya el reconocimiento de una historia genética de la subjetividad en la que el sujeto consciente que podemos reconocer en todos nosotros no es primario ni se encuentra desde el principio en la psique humana, ni siquiera a modo de germen innato o «apriórico». Tal sujeto consciente surge como resultado o derivado de la mecánica de procesos subjetivos de carácter inconsciente que dan lugar en un momento de su biografía psíquica a una región subjetiva de naturaleza diferente a la de lo inconsciente.
Por definición, la conciencia recoge todos aquellos fenómenos de los que somos conscientes. Posee un carácter temporal limitado ligado necesariamente al presente; hecho que se deriva de su función propia, ya que la conciencia es el órgano psíquico de nuestro aparato anímico encargado de recoger información de la realidad externa, de atender y regular los estímulos recibidos por parte de elementos exteriores a nuestra subjetividad, y, en último término, opera como el intermediario entre nuestro mundo interior y el mundo externo y extraño a nosotros. La conciencia reúne igualmente gran parte de los procesos intelectuales que llevamos a cabo (no la totalidad, ya que algunos de ellos son ejecutados bajo el limbo de la conciencia a través de procesos inconscientes), desde el presupuesto de que todos esos procesos intelectuales poseen, en su base, la función de adaptación al medio y de supervivencia que los originaron evolutivamente.
Lo inconsciente, en cambio, reúne bajo sí todos los fenómenos psíquicos de los que no somos directamente conscientes, y cuya existencia conocemos única y exclusivamente por sus efectos en nuestra conciencia o por su recuperación consciente (en aquellos fenómenos para los que esa recuperación resulta posible). Lo inconsciente está constituido así por todos y cada uno de los elementos psíquicos que podemos presuponer como fenómenos inconscientes a partir de la observación y del análisis de ciertos procesos conscientes para los que necesitamos presuponer, como causa, la existencia de esos procesos inconscientes.
“Hemos hallado recursos técnicos que permiten colmar las lagunas de nuestros fenómenos conscientes. (…) Por ese camino elucidamos una serie de procesos que, en sí mismos, son «incognoscibles»; los insertamos en la serie de los que no son conscientes, y si afirmamos, por ejemplo, la intervención de un determinado recuerdo inconsciente, sólo queremos decir que ha sucedido algo absolutamente inconceptuable para nosotros, pero algo que, si hubiese llegado a nuestra consciencia, sólo hubiese podido ser así, y no de otro modo.” FREUD, S., Abriss der Psychoanalyse, GW, Bd. XVII, St. 127 [FREUD, S., Compendio del psicoanálisis, en: FREUD, S., Esquema del psicoanálisis y otros escritos de doctrina psicoanalítica, pág. 162].
Esta hipótesis topográfica se completa dentro de la teoría psicoanalítica con la hipótesis institucional que Freud introdujo con la publicación de El yo y el ello. Según esta hipótesis, dentro de la psique humana, y repartidas entre las dos regiones topográficas ya descritas, existen tres entidades principales, en torno a las que gira toda la actividad subjetiva: el ello, el yo y el super-yo. Para los propósitos teóricos que nos estamos planteando aquí podemos permitirnos prescindir momentáneamente de la tercera entidad, y centrarnos única y exclusivamente en el ello y el yo, ya que será en la relación entre estas dos entidades donde se jugará la importancia del principio de la realidad. Ambas además se asemejan entre sí en el hecho de que no suponen tanto entidades concretas y bien delimitadas, como entidades difusas y generales cuya unidad está en el fondo constituida por todo el conjunto de fenómenos anímicos o subjetivos que podemos localizar en cada una de las dos regiones.
Haciendo uso de una metáfora política, podemos señalar que cada una de estas dos entidades puede ser reconocida como dueña y señora de una de las dos regiones antes localizadas. Así, el ello es el centro y núcleo neurálgico de toda la región de lo inconsciente, mientras que el yo supone el elemento fundamental de la región de la conciencia.
Ahora bien, el hecho de considerar al yo como señor de la región de la conciencia no encuentra su justificación en un dominio directo de todos los fenómenos conscientes ejercido por una institución concreta y bien delimitada que se encontrase en su centro. Esta consideración viene determinada más bien por el hecho de que el yo está constituido internamente por todos y cada uno de los procesos dinámicos que podemos comprobar en la conciencia de un sujeto. De esta manera, hablar de las intenciones del yo, del dominio del yo sobre la conciencia, o de procesos de control y de redireccionamiento ejercidos por el yo como controlador (monárquico) de la conciencia, implica en realidad hablar de las propias tendencias mecánicas de la dinámica de los fenómenos conscientes, de los fenómenos dinámicos internos a la propia corriente de fenómenos conscientes, y no acerca de una suerte de voluntad señorial de una entidad delimitada en torno a la que girasen esos fenómenos. Se trata de la actitud dinámica resultante del mismo proceso de funcionamiento de los fenómenos conscientes, y no de una imposición externa a su ritmo interno que viniera dictaminada por el yo como entidad controladora de la conciencia.
“Suponemos en todo individuo una organización coherente de sus procesos psíquicos, a la que consideramos como su yo. Este yo integra la conciencia, la cual domina el acceso a la motilidad, esto es, la descarga de las excitaciones en el mundo exterior, siendo aquélla la instancia psíquica que finaliza todos sus procesos parciales. (…) Del yo parten también las represiones por medio de las cuales han de quedar excluidas, no sólo de la conciencia, sino también de las demás formas de eficiencia y actividad, determinadas tendencias anímicas.” FREUD, S., Das Ich und das Es, GW, Bd. XIII, St. 243 [FREUD, S., El yo y el ello, Alianza Editorial, Madrid, 2009, trad. Luis López-Ballesteros y de Torres y Ramón Rey Ardid, pág. 11].
Este hecho, que puede parecer simplemente accesorio o incluso anecdótico, retiene sin embargo una gran importancia, como intentaremos demostrar, ya que lo que se deriva de este hecho es que la naturaleza del yo, de todos los procesos subjetivos y mecanismos de control que el psicoanálisis encuentra en él, no suponen un elemento externo a los mismos procesos subjetivos sobre los que se aplica. Por el contrario, constituyen un producto inmanente a ellos mismos, un resultado derivado de su propia dinámica, que, por lo tanto, no puede ser considerado más que acorde a su naturaleza y adecuado a su movimiento y despliegue.
Hablar de redistribución, control, reagrupación, represión, obstaculización o liberación, para referirse a las actividades que el yo lleva a cabo, como entidad señorial, sobre los procesos subjetivos de la conciencia, incorpora un sentido completamente diferente según entendamos que todos esos procesos implican una imposición externa a la misma dinámica de los fenómenos conscientes sobre los que vienen a aplicarse, o, por el contrario, que son el resultado de su mismo funcionamiento mecánico, de su mismo despliegue y desarrollo. En el primer caso, se trataría realmente de un control paternal impuesto desde fuera a la entidad controlada, a la que se le presupone una conducta caótica, o al menos carente de la suficiente disciplina (dicho papel paternal va a ser desarrollado por el super-yo, el cual sí posee efectivamente un origen externo a la subjetividad al suponer la imagen interiorizada de la autoridad externa); en el segundo caso, en cambio, hablamos de una única naturaleza psíquica originaria, las mismas pulsiones de lo inconsciente, que, en su despliegue y desarrollo, devienen conscientes y vendrían a imponerse a sí mismas todas esas actitudes de control y redireccionamiento como un resultado mecánico de su propia dinámica (al modo como el pueblo se impondría a sí mismo el control político gubernamental según la hipótesis del contrato social).
Al sostener el psicoanálisis esta segunda opción, la pregunta inmediatamente formulada es: ¿cómo y por qué motivo una pulsión puede llegar a imponerse su propia represión como un producto de su despliegue?.
En lo que respecta a la entidad del ello, la metáfora política de la hipótesis institucional no hace referencia a esta entidad como un gobernante, tal y como ocurre en el caso del yo, sino más bien como una nación o un conjunto de individuos que representa una colectividad social conjunta. Lo cual nos encamina ya hacia la explicación del verdadero sentido de la referencia al ello como núcleo de lo inconsciente. Así, a diferencia del yo, el ello no se puede considerar en sentido estricto como una entidad con una actitud propia, como si los procesos inconscientes siguieran un despliegue y estuvieran encaminados a unos objetivos en orden a dar cumplimiento del proyecto del ello. Según lo concibe el psicoanálisis, el ello, por su propia naturaleza inconsciente, no puede llegar a tener nunca una actitud coherente, sustantiva, cohesionada. Lo inconsciente, por definición, es caótico, descontrolado, sin orden ni concierto, se mueve por puro impulso y se despliega sin un proyecto concreto distinto a su único y verdadero objetivo: la satisfacción de las pulsiones inconscientes. E incluso en este punto su movimiento es, en un principio, mecánico y por azar, puramente pulsional, respondiendo a pulsiones motrices sin objetivo que se despliegan más allá de sí mismas por el carácter «yecto» o intencional de su ser pulsional, pero no porque persigan un objetivo concreto.
Por este motivo, el ello nunca puede ser considerado como un monarca o señor de lo inconsciente que imponga a todos los fenómenos inconscientes una determinada conducta y una disciplina de control para salvaguardar un orden estricto. Por el contrario, la entidad del ello hace referencia más bien, como indicábamos al dirigir la metáfora política hacia el concepto de nación, a un conjunto de particularidades que funcionan entre sí de manera semejante, o que presentan al menos en su dinámica y su mecánica de despliegue un patrón común; podríamos decir que el ello es el concepto unitario para hacer referencia a un colectivo populista unificado según un mismo patrón de comportamiento, sin que ello implique un proyecto común explícito. En este sentido, el ello, como entidad central de lo inconsciente, es el nombre común que utilizamos para referirnos al conjunto de los fenómenos inconscientes en los que reconocemos el patrón común de comportamiento de su carácter inconsciente. No es una entidad concreta y delimitada, ni supone, como tampoco ocurría en el caso del yo, una actitud externa a lo inconsciente o un patrón de conducta impuesto desde el exterior, sino que recoge en su interior, como referente de un colectivo, todos los fenómenos inconscientes y presenta de manera unitaria su dinámica propia.
La principal diferencia en este sentido entre el ello y el yo respecto a la metáfora política que hemos utilizado a la hora de identificarlos como dueños y señores de cada una de las regiones psíquicas reside en el hecho de que el dominio del yo sobre la conciencia supone verdaderamente la imposición de ciertos patrones de conducta sobre los fenómenos subjetivos, de manera que el yo lleva a cabo realmente un control político o gubernamental sobre la conciencia; mientras que el dominio del ello sobre lo inconsciente, por el contrario, no implica control alguno, sino únicamente la delimitación territorial de un conjunto de fenómenos psíquicos que pueden ser aludidos o recogidos bajo un mismo término basándonos en un patrón de conducta común que podemos reconocer en ellos.
El ello reúne, por lo tanto, en su seno el conjunto de pulsiones o deseos primitivos (en tanto que originarios) que constituyen el origen de la subjetividad, y el fondo o la fuente de todos los fenómenos psíquicos presentes en ésta una vez alcanzada la etapa biográfica de la madurez. Al hablar del ello nos referimos, por tanto, al núcleo de pulsiones que el psicoanálisis localiza en el origen de la subjetividad y en el centro de la psique madura, al conjunto de deseos inconscientes del que se deriva posteriormente, por desarrollo, despliegue, confrontación, explicitación y represión, todo el edificio de la subjetividad.
En este sentido cabe hablar de una cierta actitud o carácter de comportamiento de los fenómenos inconscientes, pues las pulsiones que lo constituyen poseen una dinámica propia y particular que puede ser descrita según determinados patrones de conducta. Estos patrones son, principalmente, dos: la búsqueda, siempre presente y nunca realizada totalmente, de la satisfacción de las pulsiones, y la determinación cualitativa de la dinámica de despliegue de esa búsqueda de satisfacción según los polos extremos de placer y dolor. El primero de los patrones da cuenta del carácter motriz de los fenómenos subjetivos, en la medida en que su mismo carácter intencional, el hecho de que todo fenómeno psíquico se proyecta más allá de sí mismo, se fundamenta sobre esta búsqueda de satisfacción; el segundo de los patrones, en cambio, ofrece el criterio según el cual ese despliegue intencional o motriz seguirá un camino determinado y no otro, ya que, por motivos de equilibrio dinámico, la subjetividad humana tiende a perseguir el placer, como descarga de sobrecargas tensionales, y a evitar el dolor, como sobrecarga del flujo subjetivo. Este segundo patrón de conducta, como tendremos ocasión de señalar más adelante, será el que caracterice al principio del placer.