La conclusión de nuestra publicación anterior de esta reflexión [Ver: La raison d´Etat y las órdenes superiores] revela claramente, de acuerdo a nuestra intención original, dónde residía la importancia crucial del juicio de Eichmann para Arendt, y, en general, para la ciencia política y el derecho. Pues lo que en el juicio contra Eichmann estaba en juego era, en el fondo, la limitación de la jurisprudencia técnica, que hace posible que la justicia legal y la justicia moral no tengan por qué coincidir necesariamente.
“Lo anterior es solamente un ejemplo entre los muchos que existen encaminados a demostrar la insuficiencia de los vigentes ordenamientos jurídicos y de los actuales conceptos de la jurisprudencia, en orden a hacer justicia en lo referente a las matanzas administrativas organizadas por la burocracia estatal.” (Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, pág. 427.)
En base a todo ello es por lo que queda patente, desde nuestro punto de vista, que la pretensión de Arendt de que la culpabilidad de Eichmann debía ser analizada únicamente en términos jurídicos, no morales, así como su propia afirmación de que su condena a muerte fue política y jurídicamente correcta, suponen una contradicción entre los presupuestos de los que parte el análisis y el objeto a analizar: juzgar en términos jurídicos la validez de un juicio que desde su comienzo excede los límites de la jurisprudencia técnica es una contradicción en los mismos términos del análisis. Si es cierto lo que Arendt indica, esto es, que:
“si examinamos más detenidamente esta cuestión, advertiremos sin dificultad que los jueces que actuaron en todos los juicios a los que nos referimos dictaron sentencia teniendo en cuenta únicamente la monstruosidad de los hechos. En otras palabras, juzgaron libremente, sin fundar su juicio en los criterios y precedentes jurídicos alegados con mayor o menor fuerza de convicción para justificar sus decisiones” (Ibíd., pág. 427.)
Si, decimos, esto es cierto, entonces esos jueces no actuaron, de hecho, como jueces civiles o políticos, sino como jueces morales, más allá de cualquier ordenamiento jurídico delimitado en un gobierno político y de las condiciones civiles que determinan el estado político de los acusados en esos juicios. Por lo tanto, no podría tener sentido, en principio, analizar en qué medida se administró justicia legal en un juicio que, por sus propias características y circunstancias, no fue un juicio legal, sino moral.
El problema radica entonces en determinar si el juicio contra Eichmann debía, efectivamente, llevarse a cabo según procesos meramente legales y jurídicos, o si en él el tribunal debía servirse de una suerte de instinto moral del acusado para distinguir el bien del mal, independientemente de lo que las normas legales que regían su conducta determinaban para incriminarle o exculparle.
“En estos procesos, en los que los acusados habían cometido delitos ‹‹legales››, se exigió que los seres humanos fuesen capaces de distinguir lo justo de lo injusto, incluso cuando para su guía tan sólo podían valerse de su propio juicio.” (Ibíd., pág. 428.)
Por eso para Arendt tiene tanto interés analizar el problema de la conciencia (moral) de Eichmann a pesar de insistir reiteradamente en el «Post Scriptum» en que este texto es sólo un informe de un proceso judicial, y no un tratado moral: se trata de esclarecer si Eichmann debía haber reconocido un mal moral en los actos que estaba llevando a cabo más allá de su fidelidad o no fidelidad al sistema legal vigente al que respondían esos actos, en qué sentido ese reconocimiento debería haberle llevado a detener sus funciones administrativas en el régimen nazi, y en qué medida este hecho moral debía haber contado como un elemento principal en el proceso de Jerusalén. Todo ello, por supuesto, a pesar de que los «delitos» cometidos por Eichmann, si bien podían ser considerados como delitos morales, eran plenamente legales dentro del contexto del Tercer Reich. Lo que implica que tomarlos en consideración como delitos morales suponía la inserción en el plano de lo jurídico de un ámbito anterior a él que, por principio, no puede operar en él.
Por supuesto, hubiese sido de gran interés que en este punto Arendt realizase un análisis detenido de lo que ella entiende por moral, por bien y mal, así como de las condiciones en las que los hombres son capaces de actuar moralmente y de reconocer dichos valores morales. Pues eso hubiese ahorrado a cualquier estudioso de su ‹‹informe judicial›› la necesidad de presuponer a partir de sus afirmaciones los razonamientos que están por detrás de ellas y que las fundamentan. Pero, en la medida en que tal análisis no está presente en ningún momento de la obra, ya que para ella ésta no es en ningún sentido un tratado moral, es preciso que atendamos a lo que Arendt afirma para intentar entender a qué se refiere cuando señala que la naturaleza y función del juicio humano es “una de las más relevantes cuestiones morales de todos los tiempos” (Ibíd., pág. 428.)
Teniendo en cuenta la alusión de Arendt anteriormente citada de que fue la irreflexividad, entendida como falta de aplicación del juicio, lo que hizo posible que Eichmann cometiese sus delitos sin remordimientos de conciencia [Ver: Los campos de aplicación de lo moral y lo jurídico], parece claro que la noción de moralidad que Arendt está aquí manejando es, como ya señalamos anteriormente, una noción kantiana según la cual el puro uso de la razón práctica y del juicio es lo que le permite al hombre aprehender los caracteres formales de la ley moral universal, en virtud de los cuales será capaz de juzgar moralmente el contenido material de sus juicios y experiencias. Esto significa que es el buen juicio de cada uno de los agentes lo que posibilita que reconozcan, más allá de lo que las leyes vigentes en el contexto político en el que actúan imponen, el valor moral de su acción; y, en este sentido, lo que les permite comportarse de forma moralmente bien con sus conciudadanos. Igualmente, esta noción kantiana de moralidad explica por qué Arendt afirma que la sociedad nazi fue posible en virtud de un lavado de conciencia que impidió a los alemanes servirse de su propio juicio a la hora de actuar. El propio Eichmann sería un ejemplo de esto en todos los casos en los que se servía de algunas ‹‹frases aladas›› como justificación de su cumplimiento fiel y obsesivo de las normas.
“Debido a que la sociedad respetable había sucumbido, de una manera u otra, ante el poder de Hitler, las máximas morales determinantes del comportamiento social y los mandamientos religiosos –‹‹no matarás››– que guían la conciencia habían desaparecido. Los pocos individuos que todavía sabían distinguir el bien del mal se guiaban solamente mediante su buen juicio, libremente ejercido, sin la ayuda de normas que pudieran aplicarse a los distintos casos particulares con que se enfrentaban.” (Ibíd., pág. 428.)
Esta tesis del colapso moral de la sociedad alemana en relación a las máximas morales universales que rigen el comportamiento de los agentes es, en el fondo, lo único que le permite a Arendt seguir considerando a Eichmann como culpable. Lamentablemente, aunque resulta una tesis sumamente interesante en lo concerniente a los análisis filosóficos de la moralidad humana, dentro del texto de Arendt resulta ser una tesis indemostrada; lo cual, en todo caso, es comprensible, ya que en principio nunca debería haber sido utilizada en un informe de un proceso judicial.
De hecho, independientemente de que esta tesis de Arendt sea efectivamente sostenible o no, lo cual cae fuera de un estudio como el suyo, que pretende moverse únicamente en un nivel jurídico, es en al menos dos puntos en los que esta tesis resulta, cuanto menos, insuficientemente demostrada: en lo relativo a la ausencia total de máximas morales de comportamiento en la sociedad nazi, y en la universalidad de esas “máximas morales determinantes del comportamiento social” y de esos “mandamientos religiosos –‹‹no matarás››– que guían la conciencia las máximas morales”, que los hombres deben, supuestamente, reconocer a partir del uso de su buen juicio.
Ahora bien, esta insuficiencia argumentativa en torno a estos dos puntos es lo que condena definitivamente el texto de Arendt, ya que sólo en torno a esos dos hechos Eichmann podía ser condenado moralmente como culpable ante la ausencia de un tribunal metaestatal en el que un crimen moral contra la humanidad estuviera tipificado legalmente como delito condenable en cualquier país.
Además, esta insuficiencia argumentativa del texto de Arendt hace que la pregunta de la sospecha quede terriblemente sin respuesta: ¿en qué medida la tesis de Arendt del colapso moral alemán es una tesis válida a la hora de explicar el hecho de que la mayor parte de la sociedad alemana apoyó a Hitler en sus leyes antisemitas?, ¿hasta qué punto hubiera sido posible para Arendt aceptar un seguimiento reflexivo, es decir moralmente implicado, del régimen nazi por parte de los alemanes? Una cuestión de radical importancia, y que sin embargo está completamente ausente en el texto de Arendt, es la de analizar hasta qué punto los alemanes querían ser nazis, es decir en qué medida la sociedad alemana se convirtió en la sociedad nazi por voluntad propia, y no por lavado de conciencia.
El problema es que sólo planteando esta pregunta, es decir, sólo tomándose realmente en serio la posibilidad de que seres humanos lleven a cabo los actos cometidos bajo el Tercer Reich de un modo deliberado, la posibilidad de entender el Tercer Reich mismo como un producto eminente y moralmente humano (demasiado humano), podremos llegar a entender con claridad qué es lo que realmente ocurrió en él. No podemos pretender explicar la sociedad nazi desde unas categorías lógicas y semánticas que carecen por completo y desde el principio de validez en ella.
Un ejemplo de esto es la cuestión que hemos visto aquí relativa a la paridad o imparidad del gobierno nazi frente a todos los demás [Ver: La (in)suficiencia de la defensa de Eichmann: los ‹‹actos de Estado››]: si intentamos aplicar nuestros conceptos de derecho internacional y de soberanía nacional (raison d´Etat) a un gobierno que rompe desde sus mismas bases la paridad interestatal sobre la que estos conceptos se levantan estaremos interponiendo una barrera lógica entre nuestro análisis y el objeto a analizar. Por eso, aunque sólo sea a modo de hipótesis investigadora, hay que aceptar seriamente la posibilidad de que un pueblo entero aceptara voluntaria y reflexivamente ser nazi, el que toda una sociedad sintiese la necesidad moral de aniquilar a una raza que concebía como un resto ontológico y como un deshecho humano. Hasta que dichas cuestiones trágicas no sean planteadas en toda su profundidad y maldad radical, el fenómeno nazi, como caso político y como caso moral, seguirá siendo completamente incomprensible para nosotros, y tendremos que seguir atendiendo a él como el mayor colapso y la mayor catástrofe de la humanidad, algo incomprensible para cualquier ser humano normal.
“La cuestión de la culpa o la inocencia individual, el acto de hacer justicia tanto al acusado como a la víctima, es la única finalidad de un tribunal de lo criminal. El proceso de Eichmann no constituyó una excepción, incluso teniendo en cuenta que los jueces se hallaron ante un delito que no constaba en los textos jurídicos, y ante un criminal sin paralelo entre cuantos se habían sentado en el banquillo en cualquier tiempo pasado, por lo menos antes del proceso de Nuremberg. El objeto del presente informe ha sido determinar hasta qué punto el tribunal de Jerusalén consiguió satisfacer las exigencias de la Justicia.” (Ibíd., págs. 433-434.)
El centro de la problemática que aquí hemos tratado radica, en efecto, en el hecho de que, según los sistemas jurídicos vigentes en el momento de celebrarse el proceso de Jerusalén, tal y como la propia Arendt reconoce, no había ningún método jurídico suficiente para condenar a Eichmann como culpable, y sí varios, en cambio, para exculparle, en la medida en que se limitó a cumplir con la justicia legal impuesta en el régimen nazi. Es este hecho el que obliga a atender a cuestiones morales más allá de la jurisprudencia técnica; cuestiones cuya validez, por tanto, y esto es lo crucial del asunto, debe ser demostrada en el proceso del mismo modo que debe ser demostrada la validez de los argumentos legales y jurídicos de la acusación y de la defensa. Y, en la medida en que ni la acusación ni el tribunal de Jerusalén aportaron ningún argumento que pudiera servir de justificación a la hora de apelar a estas máximas morales violadas por Eichmann, y en que ni siquiera la propia Arendt, a pesar de reconocer este hecho, aporta por su parte los argumentos necesarios para ello, sólo cabe concluir que la acusación contra Eichmann fue en todo punto, y contrariamente a lo que ella afirma, completamente injusta política y jurídicamente.
Si realmente el objeto de este libro era determinar hasta qué punto se había impuesto justicia en el proceso de Jerusalén, sólo puede decirse que era desde el principio un objetivo frustrado en la medida en que el tribunal no juzgó en dicho proceso un delito jurídico, sino un pecado moral.
Gгacias por el artículo
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