Dentro de los entes intramundanos con los que nos relacionamos, podemos establecer varias distinciones de cara a organizarlos según su pertenencia a un tipo u otro de categoría metafísica. Pero una de las ordenaciones metafísicas principales que podemos llevar a cabo es la que toma pie en la distinción entre los entes individuales y los universales.
Ésta es una clara distinción de orden metafísico, no pertenenciente a ninguna de las ciencias particulares lógicamente posteriores a la metafísica; pues la característica sobre la que esta ordenación toma pie, y que sirve de base a la distinción con la que separamos a todos los entes posibles según pertenezcan a un lado o a otro, no hace referencia a lo que esos entes son respecto a alguno de los campos ontológicos propios de esas ciencias particulares, sino que se centra en lo que los mismos entes son por su propia esencia. Es decir, respecto de cualquier ente que podamos tomar en consideración, sea cual sea su naturaleza ontológica particular (física, mecánica, biológica, botánica, estética, etc.), de ese ente siempre podremos afirmar, respecto a su misma entidad metafísica, que es o bien particular o bien universal.
De modo que esta distinción entre entes particulares y entes universales es una de las distinciones principales que la ciencia metafísica debe establecer; y, en ese sentido, cualquier proyecto metafísico de investigación debe encontrar un criterio adecuado que le permita justificar suficientemente dicha distinción, su posibilidad a priori como distinción real y factible entre entes reales, y sus condiciones.
Un ente particular es un ente que se agota en sí mismo, cuya densidad metafísica se agota en su fáctico darse en el ente en el que se realiza. “Tiene el carácter de ente o de cosa aquello que no es reductible a otra cosa, que es sencillamente lo que ello es.” (Felipe Martínez Marzoa, Ser y diálogo, pág. 126). Todos los entes materiales con los que nos relacionamos diariamente son entes particulares de este tipo. En ellos su ser se agota en el fáctico darse concreto de ese ente, lo que ellos mismos son no se extiende más allá de sus propios límites ontológicos para abarcar a otros entes con los que pudieran compartir ser.
Un ente universal, en cambio, se define justamente porque su constitución ontológica concreta absorbe o concentra en su ser la constitución ontológica de toda una pluralidad de entes particulares que comparten con el ente universal su ser, hasta el punto de que esos entes particulares son lo que son en la medida en que, en términos platónicos, participan del ser del ente universal. De este modo, la densidad metafísica del ente universal es una densidad que permite su multiplicación y actualización indefinida en toda una pluralidad de entes particulares que reciben su determinación esencial de su participación del ser del ente universal. Sin que, no obstante, ello implique que el ser del ente universal pueda agotarse llegado un cierto número de entes particulares que participen de él, como si fuera una totalidad dividada en porciones a repartir que a fuerza de repartirse pueda agotarse. Más bien comprobamos que ocurre al contrario: cuantos más entes particulares participen del universal, más consistencia y densidad adquirirá el ser del ente universal. Con todo, la inexistencia de algún ente particular que participe del ser de un ente universal no implica la destrucción de dicho ente universal, pues éste no es dependiente en su ser de la existencia de entes particulares en los que actualizarse. De manera que, en cierto modo, la existencia particular de entes que actualicen el ser de un ente universal influye positivamente en él, pero la afirmación inversa no es verdadera.
Una de las problemáticas que tradicionalmente ha arrastrado esta distinción entre entes particulares y entes universales es que ambos poseen naturalezas metafísicas distintas, lo que se traduce en que ambos presentan condiciones de existencia diferentes. Así, los entes particulares son conocidos principalmente mediante la percepción sensible externa; y, aunque también podemos aprehender entidades intramundanas particulares de orden ideal o subjetivo, como puede ser un centauro concreto o un unicornio que nos imaginemos, parece que la naturaleza de los entes particulares está estrechamente vinculada con la realidad que podemos conocer a través de la sensibilidad externa. De modo que tenemos tendencia a identificar las características de la particularidad ontológica con una fenomenalización sensible. Por el contrario, respecto a las entidades universales, todas ellas son de carácter ideal o subjetivo, siendo completamente imposible encontrar una entidad sensible que sea factible de ser universal.
Lo que implica que la realidad sensible es siempre y necesariamente particular, mientras que la realidad eidética, ideal o puramente subjetiva, puede ser tanto particular como universal; y, desde otro punto de vista, de lo anterior se sigue que lo universal siempre es ideal, mientras que lo particular puede ser ideal o sensible. De esta identificación entre lo universal y el campo fenoménico ideal viene la denominación de “idea” utilizada tradicionalmente para referirnos a los entes universales; o, en su terminología clásica platónica, el eîdos, en plural eíde.
Como decíamos, los eíde, los entes universales, son los que determinan el ser metafísico de los entes particulares en la medida en que estos son lo que son por participar del eîdos correspondiente. Así, esta mesa es mesa, y no armario o silla, porque participa del ser del eîdos «mesa», y no de los eíde «armario» o «silla». El eîdos «mesa» puede ser definido entonces, en términos más específicos, como el «en qué consista ser mesa», ya que la consistencia esencial del eîdos «mesa» es justamente lo que determina el ser que debe presentar un ente particular para ser mesa. De manera que un ente particular será considerado como «mesa», y no como «armario» o «silla» si sus carácterísticas encajan adecuadamente con los criterios marcados por ese «en qué consista ser mesa». De lo contrario, ese ente particular nunca sería llamado “mesa” al no cumplir con las normas del «en qué consista ser mesa», sino que recibiría el nombre del eîdos correspondiente del que cumpliera las condiciones para su participación; o, en otras palabras, recibiría su ser y su denominación ontológica del correspondiente «en qué consista ser X» que cumpla como ente particular.
La distinción así entendida entre entes particulares y entes universales ha supuesto tradicionalmente una problemática difícil de solucionar en la medida en que de los entes particulares tenemos fácil y directa evidencia en cualquier experiencia de percepción sensible externa; pero resulta sumamente difícil distinguir, en lo referente a los entes universales, entre lo que es una aprehensión real de un ente universal efectivamente existente y lo que es una pura imaginación de dicho ente universal. El hecho de que su manifestación fenoménica se reduzca absolutamente al campo de lo subjetivo, de lo ideal, provoca que su existencia efectiva pueda ser directamente cuestionada desde un criterio de existencia que exija la constatación objetiva de la presencia fenoménica de un ente como justificación de su existencia.
A este respecto, cada cual puede, por su cuenta, tener una experiencia directa suficientemente legitimada de un ente universal del tipo del que hemos definido; por ejemplo, cada cual puede aprehender adecuadamente ese «en qué consista ser mesa» cada vez que reflexione teóricamente acerca de las condiciones que un ente particular debe presentar para ser considerado como mesa. Pero el carácter necesariamente subjetivo e interno de esa aprehensión eidética imposibilita su comunicación objetiva, anula la posibilidad de una exteriorización positiva de esa entidad universal, y asemeja peligrosamente su aprehensión directa a una posible ficción.
Obviamente, es evidente que, ya sea de un modo o de otro, existen nociones universales. Si no fuera así, ni siquiera podríamos llamar “mesa” a cada mesa particular, ni podríamos establecer ningún tipo de reconocimiento ontológico de los entes que nos rodean para poder comprenderlos como siendo X o Y. Pues todos esos reconocimientos se llevan a cabo mediante la constatación de la participación de alguna de las cualidades de ese ente del ser de un eîdos concreto. De esta mesa podemos afirmar que es verde, rectangular, lisa, vieja, alta… todas estas determinaciones particulares que predicamos de este ente concreto como siendo sus cualidades ontológicas remiten necesariamente a un eîdos correspondiente, que es el que establece el «en qué consista ser verde», «en qué consista ser rectangular», y así sucesivamente; de manera que podemos predicar de este ente particular y concreto «mesa» todas esas características sensibles porque constatamos que posee cualidades que cumplen, respectivamente, las condiciones exigidas por los correspondientes eíde para actualizarse en él.
En este sentido, la negación absoluta de la existencia de nociones universales condenaría por completo nuestro trato con los entes intramundanos, obligándonos a mantenernos en un fluir continuo e indiferenciado en el que ni siquiera podríamos dividir el todo existente en entes particulares al no poseer siquiera el eîdos correspondiente de la división misma.
Lo que, no obstante, no resulta tan evidente y fácil de dirimir es el tipo de existencia que poseen esas nociones universales, debido a su carácter absolutamente subjetivo, imposible de ser objetivado en una evidencia suficientemente positiva y comunicable como para que su entidad real pudiera ser adecuadamente reconocida públicamente. Ésta es la gran ventaja que los entes particulares presentan frente a los universales: mientras que de la existencia efectiva y real de esta mesa particular tenemos una evidencia apodíptica innegable en la simple experiencia perceptiva que la aprehende, la utilización del eîdos «mesa» en el reconocimiento que llevamos a cabo del tipo de ente de que aquí se trata no implica que ese eîdos «mesa» exista como tal del mismo modo que existe la mesa en la que se actualiza y cuyo ser determina. Pues, para que ese reconocimiento metafísico de la categoría esencial a la que pertenece esta mesa sea posible, basta con que el eîdos «mesa» se reduzca, en su consistencia ontológica, a un puro constructo lingüístico ficticio, construido artificialmente por los seres humanos en comunidad lingüística en orden a posibilitar una comunicación categorialmente ordenada.
En la medida en que sólo aquél que lleva a cabo el reconocimiento metafísico del eîdos que en cada caso se actualiza en el ente particular en cuestión tiene acceso real a dicho eîdos, siempre existe la posibilidad, planteada por la doctrina teórica del nominalismo, de que, en último término, ese eîdos sea un puro artificio psicológico-lingüístico: una herramienta cognoscitiva construida con el fin de facilitar nuestra comprensión de los entes particulares con los que tratamos, sistematizando categorialmente ese fluido indiferenciado y caótico al que caeríamos sin las nociones universales. Pero no, entonces, un ente realmente existente, como lo son los entes particulares.
“No quiero que se piense que he olvidado, y menos áun que niego que la naturaleza, en la producción de las cosas, hace a muchas de ellas semejantes. (…) Sin embargo, yo creo que podemos decir que su clasificación bajo ciertos nombres es obra del entendimiento, motivado por la similitud que observa existe entre las cosas.” Locke, J., Ensayo sobre el entendimiento humano, III-III, §13, pág. 405.
“La universalidad, hasta donde yo puedo comprender, no consiste en la naturaleza o concepción absoluta, positiva, de algo, sino en la relación que guarda con los paritcualres significados o representados por ella.” Berkeley, G., Tratado sobre los principios del conocimiento humano, Introducción, §15, pág. 39.
Basándose en argumentos de este tipo, diversas corrientes metafísicas a lo largo de la historia se han aproximado más o menos al tradicional nominalismo, desde puntos de vista más o menos extremistas, más o menos relativistas, pero todos ellos con una misma afirmación central referente a la inexistencia efectiva de entes universales. Para todos los autores que han sostenido esta posición, no solamente se trata de que los entes universales, los eíde, permitan únicamente un acceso a ellos puramente eidético o subjetivo por su naturaleza ontológica; sino que, más profundamente, el acceso a ellos es únicamente posible de modo interno a la subjetividad porque, en último término, la existencia de esos entes se reduce a su ser pensados y entendidos para ser utilizados lingüísticamente. Pero de ninguna manera puede afirmarse metafísicamente la existencia efectiva de esas nociones universales. De modo que los únicos entes intramundanos que existen efectivamente son los entes particulares del mundo sensible, cuya presencia puede ser constatada pública y positivamente de modo suficiente.
Es fácil comprobar en qué medida esta posición del nominalismo relativa a los entes universales es dependiente de un axioma realista de base, que se define por identificar el «mundo» o la «realidad», lo efectivamente existente, con la realidad sensible a la que tenemos acceso mediante la experiencia externa. A este axioma realista de base Merleau-Ponty lo denominó «prejuicio del mundo». Ahora bien, desde cierto punto de vista resulta sumamente paradójica la reducción de la realidad efectiva a la realidad particular sensible que lleva a cabo el nominalismo.
En efecto, podríamos decir que, desde una perspectiva empírica tradicional, el nominalismo tiene razón al negarle existencia efectiva a entes cuya presencia nunca se constata mediante la experiencia externa. Pero, desde una perspectiva lógico-ontológica, resulta que la preeminencia efectiva recae sobre los entes universales y desaparece por completo de los entes particulares, pues estos últimos sólo son lo que son en tanto en cuanto participan del ser de un ente universal que determina su categoría ontológica y los hace ser X o Y, mesa o armario. De manera que, si según un criterio empírico la realidad efectiva reside en los entes particulares sensibles, según un criterio lógico, por el contrario, la verdadera realidad sólo está presente en los entes universales, ya que estos son los que realmente poseen la suficiente densidad esencial en su entidad como para ser por sí mismos lo que son. De entre todos los entes posibles, los universales, los eíde, son los únicos que pueden ser del modo como son simplemente desde sí mismos, sin ningún tipo de dependencia respecto de cualquier otro ente. Los entes particulares, en cambio, dependen de un ente universal para poder ser lo que son, ellos mismos no son nada por separado sin el ente universal que determina su entidad ontológica de un modo u otro. Por lo que podríamos perfectamente sostener que los entes particulares son entes deficientes, menesteroros, mientras que los entes universales son subsistentes, sustancias puras. De ahí que Aristóteles denominase a las esencias «sustancias segundas».
La perspectiva que acabamos de plantear ha recibido tradicionalmente el nombre de idealismo, y ello porque su tesis principal consiste en sostener que el verdadero ser, la verdadera existencia, posee un carácter ideal, eidético. Si los entes particulares manifiestan esta menesterosidad de las entidades universales de las que reciben su determinación ontológica, y la realidad sensible, como hemos visto, es por necesidad particular, de estos hechos el idealismo concluye que la realidad sensible es, en el fondo, una falsa realidad, un fenómeno ilusorio desplegado sensiblemente ante una razón que, por culpa de su insuficiencia y finitud, no es capaz de aprehender a tiempo completo y de modo perfecto la verdadera realidad, de orden eidético. Para el idealismo, vivimos insertos en un mundo sensible de entidades particulares como muestra de nuestra insuficiencia cognoscitiva, lo que se comprueba en el hecho de que, cuando aprehendemos eidéticamente un ente universal, en esa aprehensión experimentamos una perfección muchísimo mayor que la experimentada en la percepción imperfecta y deficiente de un ente particular.
Si se analizan bien estas dos perspectivas mediante las cuales estamos juzgando la preeminencia efectiva de los entes particulares y universales, comprobaremos que la perspectiva que parte del criterio empírico se basa en condiciones metafísicas de los entes al remitir a su existencia efectiva o no (si bien desde un criterio de existencia efectiva exclusivo de una posición empirista). La perspectiva desarrollada desde el criterio lógico, en cambio, toma pie en condiciones epistemológicas, ya que no remite tanto a lo que cada ente es en sí mismo, en su darse, como al modo como su ser lógico se determina.
Acabamos de afirmar que los entes particulares no serían lo que ellos mismos son si no fuera por la existencia de entes universales que los determinan en su ser propio a «ser algo», X o Y, mesa o armario. Pero parece que esto sólo es exactamente cierto de cara a su denominación y aprehensión lógica, esto es, de cara al conocimiento que nosotros tenemos de ellos. Así, que a la cualidad del color verde de esta mesa la llamemos “verde”, sin confundirla con el rojo o con el azul, no afecta, en último término, absolutamente en nada al fenómeno mismo de la mesa verde; el cual, de hecho, seguirá siendo exactamente el mismo aunque sostengamos que la mesa, en vez de verde, es azul. Por la misma razón, la mesa, en su entidad, seguirá siendo exactamente igual a como es ahora aunque nosotros no llevemos a cabo el reconocimiento de su participación del eîdos «mesa» que la hace ser mesa y no armario. Nada cambia en los entes particulares por el hecho de que el reconocimiento de su ser determinado por un ente universal no sea llevado a cabo.
Ello que muestra que la preeminencia de los eíde respecto de los entes a los que determinan en su ser es una preeminencia lógica, mas no, al parecer, verdaderamente metafísica; ya que una hipótesis metafísica que aniquilase la existencia efectiva de los eíde nos afectaría a nosotros como sujetos de conocimiento, tal y como ocurría en el ejemplo anterior, pero dejaría intactos a los entes particulares.
No obstante, sigue siendo cierto que, a nivel metafísico, parece que debe existir algo semejante a entes universales que determinen categorialmente el ser de los entes particulares. Pues los fenómenos mundanos, más allá del modo como nosotros los interpretemos y categoricemos, presentan de por sí semejanzas internas y propias que no pueden ser obviadas ni pasadas por alto. Podemos efectivamente sostener, desde el nominalismo, que el eîdos «árbol» es una pura construcción imaginaria, una ficción lógica de uso epistemológico que nos resulta útil para subsumir bajo ella, dentro de un proceso gnoseológico, a toda una multiplicidad de entes particulares, con el objetivo de poder tratarlos lingüísticamente a todos ellos en conjunto en un solo golpe a pesar de su multiplicidad y de su ser separados. Teniendo este detalle en cuenta, y apoyándonos en la afirmación anterior de que la primacía de los entes universales sobre los entes particulares es una primacía, en último término, lógica, pero no metafísica, podríamos llegar a la conclusión de que en la realidad independiente, más allá de nuestro trato con ella, sólo existen los entes particulares; y que la subsunción de estos en entidades universales es un puro artificio gnoseológico humano que en nada afecta a la existencia en sí de esos entes particulares.
Ahora bien, estrictamente considerado el proceso gnoseológico de subsunción de los entes particulares bajo entidades universales, lo que puede parecer una conclusión de tipo nominalista se convierte sorprendentemente en una conclusión idealista cuando comprendemos que el argumento nominalista, a fuerza de servirse de las similitudes esenciales y categoriales presentes entre los entes particulares, subraya justamente la existencia y suma importancia de esas similitudes. Y con ello evidencia que en la realidad independiente, con anterioridad a las abstracciones conceptuales universalizantes que nosotros llevamos a cabo, existen universalidades fenoménicamente reconocibles, que revelan la existencia de una suerte de esencia, de «en qué consista ser X», aplicada a cada una de las particularidades en las que reconocemos esas similitudes.
“Hallo en mí infinidad de ideas de ciertas cosas, cuyas cosas no pueden ser estimadas como una pura nada, aunque tal vez no tengan existencia fuera de mi pensamiento, y que no son fingidas por mí, aunque yo sea libre de pensarlas o no; sino que tienen naturaleza verdadera e inmutable. (…) Y aun cuando jamás la haya habido [esa realidad en el mundo], no deja por ello de haber cierta naturaleza, o forma, o esencia de esa figura, la cual es inmutable y eterna, no ha sido inventada por mí y no depende en modo alguno de mi espíritu.” Descartes, René, Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, págs. 208-209.
Si nosotros somos capaces de subsumir bajo el eîdos aparentemente ficticio «mesa» a todas las mesas particulares del mundo es porque éstas, por sí mismas y con anterioridad a nuestro reconocimiento epistemológico de ese hecho, presentan ya una similitud de orden ontológico entre sus características particulares. Esto es precisamente lo que posibilita que nosotros identifiquemos esa similitud como la participación de todos esos entes particulares respecto de un único y mismo ente universal «mesa». De lo contrario, si la esencia constitutiva del eîdos «mesa», entendido como el «en qué consista ser mesa», fuese por completo una construcción ficticia, tal y como estamos planteando, absolutamente sin ningún pie en nada real, nunca nos sería posible vincular ese constructo artificial con los entes particulares a los que lo remitimos; ya que estos, por esencia, no tendrían absolutamente ningún tipo de relación con el eîdos en cuestión, ni, por tanto, estarían obligados a ser semejantes entre sí.
Paradójicamente, si aplicamos entonces a la vez el criterio empirista y el criterio lógico en el intento de resolver la cuestión de la existencia o inexistencia de entes universales, el resultado es que nos movemos en círculos. De manera que, aparentemente, parece que la posición correcta respecto al problema de la existencia de los entes universales es una posición intermedia entre la tesis nominalista, que sostiene su construcción ficticia, y la tesis idealista, que sostiene la existencia real y efectiva de esos entes universales.
En efecto, según el criterio lógico expuesto anteriormente, reconocemos la preeminencia y primacía de los entes universales respecto de los particulares en la medida en que estos últimos reciben de los primeros su determinación ontológica, su ser X o Y. En este sentido, podemos decir, con Platón, que el verdadero ser, en el sentido del verdadero ser X o Y, ser mesa o armario, no reside en los entes particulares que son X o Y, mesas o armarios, sino en los eíde X e Y, en el eîdos «mesa» y en el eîdos «armario». Porque son ellos los que hacen posible que los entes particulares en cuestión sean mesas y armarios, de ellos es de donde les viene a estos su ser mesas y armarios.
Pero, de modo complementario a esta primera afirmación, el criterio empirista igualmente mentado anteriormente nos ha mostrado que es imposible sostener que los entes universales existan del mismo modo que los entes particulares dada su manifestación fenomenológica radicalmente diferente, lo cual afecta a nuestra vía de acceso a ellos. Si los eíde son algo, no pueden de ninguna manera ser entes al modo de los entes particulares de la realidad sensible.
La dificultad metafísica reside, entonces, no tanto en entender si los entes universales existen o no, sino en entender de qué modo existen, y, como consecuencia, qué relación mantienen con los entes particulares. Que es, en el fondo, la pregunta por antonomasia de toda ciencia ontológica.
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